TRENCITO MACHO HUANCAVELICANO
Por. AROLDO EGOAVIL TRIGOS
Mi generación alcanzó a ver y viajar en el famoso “Tren macho huancavelicano” y otras máquinas a vapor de su época, como el que salía de la estación de Pachacayo del Ferrocarril Central hacia Chaucha, muy cerca al asiento minero de Yauricocha en la región Lima, o ver cómo funcionaba otro tren muy pequeño que se internaba a las profundidades de la mina Caylloma en las alturas de Arequipa.
Lo pintoresco de estas vías, fueron los paraderos, muy bien calculadas para abastecer continuamente de agua a las locomotoras. Se habían construido pequeñas represas para captar y almacenar el líquido y los llevaban hasta la estación mediante tuberías, allí tenían un reservorio construidos de madera, sujetados por refuerzos de fierro como de tres metros de alto por tres metros de diámetro, que de lejos podía asemejarse a una tetera, por su brazo tubular grueso movible para abastecer el depósito en la máquina, además la locomotora llevaba bastante carbón mineral y petróleo para mantener el fuego incesante. Todo esto ya no se volverá a ver en su recorrido, tal vez sólo en museos y retratos fotográficos.
El tren que salía de la estación de Chilca-Huancayo con rumbo a Huancavelica con mucha bulla de pitos, campanas y los primeros sacudones del esforzado metal, rendido a la fuerza bruta del gas hecho vapor, expeliendo por todas las complicadas rendijas, que hacía rechinar metal con metal, si era de bajada se armonizaba rápidamente su traqueteo rítmico, pero si emprendía su recorrido de subida era más dificultoso, se esforzaba como una tos tísica, sin poder expectorar.
Se han escrito muchos libros al respecto, por lo que aquí ofrezco una apreciación muy particular, para tener presente estos simbólicos hechos de los hombres. Particularmente reseñaré uno de mis viajes por este medio de transporte que me llenó de admiración y sorpresa.
Ya con el boleto adquirido había que subir y buscar un espacio dentro de los coches que estaban clasificados según el poder económico de que disponían los viajeros; había coches de primera, con asientos más espaciosos y cómodos relativamente y, el de segunda, donde se llenaba rápidamente de pasajeros, de bultos y bulla, con los ajetreos por hallar un mejor lugar a veces cabreando dificultosamente los bultos y enseres de cada uno de los pasajeros.
Una vez en marcha del pesado animal, empezaba a calmarse la bulla y uno también iniciaba el análisis de la composición de la concurrencia, y se notaba empezando por las cabezas: algunos con sombreros negros con adornos de cintas, otros con “chullos” multicolores, gorras de todo tipo y muy pocos sin cobertor a la cabeza y ligeramente peinados. Los rasgos faciales, denunciaban abrumadoramente las caras cetrinas, bronceadas de un pellejo duro del hombre de la sierra, fuertes, robustos que escondían gran fuerza, producto de su trabajo en las chacras y las minas, las damas ataviadas de mantillos de colores vivos y mantas con adornos primorosos con sombreros adornados con cintas llamativas, con polleras unas sobre otras en abundancia. Muchos de los viajeros ya fijos en sus bancas, empezaban a masticar “chacchar” la coca, formando pequeños abultamientos en sus caras que deformaban su apariencia inicial, poco a poco crecían con la continua ingesta de las hojas verdes y acompañado del palito de cal.
No había pasado mucho tiempo cuando apareció el cobrador de la empresa con un fajo de boletos en la mano y un aparatito para picar los papeles, revisando asiento por asiento, exigiendo y verificando los boletos respectivos y si no los tenía cobraba inmediatamente antes que llegase a la primera estación de parada. A unos pasos detrás de este inspector apareció un gárrulo “charlatán” que anunciaba ser el enviado de Dios y que en su nombre venían a predicar los evangelios, asegurando con tanta fuerza la veracidad de los contenidos bíblicos en el libro que mostraba, señalando milagros y anunciando que una vez muertos iremos algunos al cielo o al infierno de acuerdo al grado de nuestros pecados y accionar en la tierra; los únicos que no prestaban atención eran los niños que no comprendían nada y menos los creían con tamañas mentiras, conforme caminaba por el pasillo, regalaba o vendía folletos, libros, estampas u cualquier objeto de su devoción.
Tras él, apareció un vendedor de chucherías, anunciando las bondades del agua de azahar, timolina, mentoles, ungüentos para el reumatismo, para los ojos y demás medicinas para el viaje, que ayudaba a combatir el mal de altura “soroche”, el ojeo a los niños, brebajes para curar males del riñón, hígado, gripe, llagas y demás inventos que llegaba a su cabeza. Así llegamos a un primer paradero donde subía una joven con una enorme canasta lleno de biscochos olorosos y caliente, vendía rápidamente pasando de coche en coche y se apeaba antes que emprenda su ruta el tren; luego apareció un vendedor de herramientas cargado de toda una ferretería: serruchos, cepillos destornilladores, alicates, pilas voltaicas, linternas, clavos, candados y una infinidad de objetos útiles al agricultor, o al ciudadano común, anunciando en quechua y español, para mayor convencimiento. Luego haría su ingreso una vendedora con pequeños baldes de maca, manzana hervida, hierbas de mate, especialmente de muña acompañado de emparedados o simplemente panes.
En la segunda parada, subía una vendedora de chicharrones con un olor penetrante y provocativo, pedazos de carne de cerdo frito, acompañadas de papas sancochadas y un preparado de adorno, un ají picante con hojas de hierbabuena, finamente picadas. Seguida de ella, ingresaría una vendedora de pasteles de variada figura en una canasta tapada por un mantel, que con voz chillona describía los nombres, sabores y precio de sus manjares, alfajores, empanadas, piononos, mil hojas, rosquitas y panes de maíz.
Una parada más y se presentaba el canillita con el diario del momento y demás revistas, cuentos, adivinanzas, casinos para el entretenimiento, anunciando los últimos accidentes, choques de carros, robos cometidos o las frecuentes violaciones a las adolescentes y niñas, interesando con vehemencia a los viajeros. Posteriormente apareció dificultosamente una persona lisiada en silla de ruedas anunciando que es el cantor conocido como “Picaflor de los Andes” por imitarlo genuinamente y les ofrecía sus canciones a cambio de unas cuantas monedas; y antes de que empezase su canto la concurrencia exigió que cante primero “Trencito macho huancavelicano” de lo contrario no les daría la propina exigida, y así, se acomodó bien que mal en el pasillo y dedicó su canto trillado, recibiendo en recompensa muchos centavos y soles en monedas, mientras él seguía cantando otras delicias musicales: “Huancavelica tierra del mercurio”, “Lamparita de carburo”, “Pasajerito soy”, “Mi chiquitín”, “Aguas del río Rímac” entre otros, pero al cerrar su repertorio y al calcular que había recogido muchas monedas, volvió a cantar su primera canción “Trencito macho huancavelicano”, esta vez no por exigencia del público sino por complacencia a su auditorio. Seguidamente se hizo presente un mozo de restaurante con chaleco y camisa blanca ofreciendo desayuno, enumerando los potajes que tenía: Lomo saltado, huevos fritos con café, seco de cordero, estofado de pollo, pollo frito con arroz, manzana hervida; algunos pidieron su plato, los demás iban merendando lo que habían cargado de fiambre: Chuño sancochado con queso, tortillas de diferentes colores y sabores; papas sancochadas con queso, canchita de maíz plomizo. Así fue llenándose de olores variados todo el coche ferroviario, confundiendo y disipando nuestras ansias de comer.
Y así, seguía el desfile de vendedores: yerberos, comidas en cada parada con potajes diferentes, típicos de cada estación, choclo con queso, papas sancochadas, huevos cocidos etc. etc.. Pasado el convite generalizado, se inició la inundación de la pestilencia, por efecto de algunas comidas indigestas y males estomacales que, expelían ventosidades, teníamos que abrir las ventanas y sacar las cabezas por ellas, para mantener el respiro del aire puro. Las personas que acostumbraban a viajar constantemente no presentaban mayor incomodidad, seguían charlando amenamente, o disfrutando de sus pasajeras siestas hasta llegar al destino final Huancavelica.